Los recién llegados contemplaron
atónitos a los meskar como seres imponentes, con la robustez de un oso, la ágil
cola de nutria y el paso firme de lobo, que se movían con una agilidad
inquietante. Eran inteligentes, organizados, y no estaban dispuestos a
compartir su mundo.
El enfrentamiento fue
inmediato e implacable. Para los humanos, los meskar eran bestias incultas y
salvajes; para los meskar, los humanos eran invasores indeseados. No hubo
tregua, solo un belicismo constante que, a través del tiempo, tiñó de sangre
las vastas planicies de Alkhair.
Pese al ambiente
hostil, los descendientes humanos lograron prosperar y desarrollar su propia
cultura, paralela a la de los meskar nativos del planeta. La enemistad entre
ambas especies se mantuvo intacta como una bruma espesa a lo largo de los
siglos, manifestándose en innumerables guerras que, en ocasiones, las llevaron
al borde de la aniquilación.
Sin embargo, el crecimiento
de ambos pueblos dio origen a una floreciente civilización, con tecnología en
comunicaciones, transporte y armamento comparable a la alcanzada por la
humanidad terrestre del siglo XX.
Una luz de esperanza
surgió al concluir la última gran guerra. Tras años de tensas negociaciones y
con el propósito de poner fin al derramamiento de sangre en Alkhair, meskar y
humanos firmaron un tratado de paz, acordando separar sus sociedades. Cada
especie ocuparía uno de los dos supercontinentes del planeta. Esta separación
física propició el advenimiento de un largo período de paz, que fomentó el
acercamiento y la reconciliación entre meskar y humanos.
Sin embargo, las
cicatrices que deja la guerra y la desconfianza mutua son difíciles de sanar.
Desde las sombras, voces puristas y separatistas se oponen a la convivencia
pacífica, fomentando la superioridad de una especie sobre otra, desatando olas
de odio, venganza y prejuicios que amenazan con destruir la frágil paz
alcanzada.


